Acaba de sair um de muitos livros rememorando e debatendo os 50 anos do golpe de Estado no Chile, contra o governo de Salvador Allende.
No texto abaixo, há um texto de minha autoria, que reproduzo a seguir.
El camino
chileno al socialismo, 50 años después
Valter Pomar*
El 11 de septiembre de 1973, el gobierno chileno fue derrocado por un golpe de Estado. El presidente chileno Salvador Allende, elegido en 1970, murió el día del golpe. Luego comenzó una dictadura militar que sólo retrocedería a partir de 1988 (victoria del “no” en un plebiscito) y 1989 (elección de Patrício Aylwin).
Pero el repliegue
fue parcial: por ejemplo, hasta el día de hoy los chilenos viven bajo una
Constitución heredera de la aprobada en 1989. Por cierto, los herederos del
general Pinochet -el rostro más identificado con el golpe de 1973 y la
dictadura militar que le siguió- siguen siendo muy fuerte electoralmente, como
se vio tanto en la reciente elección presidencial (19/12/2022) como en la
elección de quienes aprobarán la “nueva” Constitución (5/7/2023).
El 11 de
septiembre de 2023, por tanto, habrá quienes celebren y quienes denuncien el
golpe de Estado que ya cumple cincuenta años. Y esta confrontación se extenderá
también al debate de ideas, enriqueciendo cuantitativamente, no necesariamente
cualitativamente, la ya muy extensa bibliografía sobre Chile, sobre el gobierno
de la Unidad Popular, sobre la dictadura, sobre la Concertación, su crisis y
los últimos acontecimientos.
Para la izquierda
latinoamericana –es decir, para aquellas fuerzas políticas y sociales que
defienden la integración regional, la soberanía nacional, el bienestar social,
las libertades democráticas, el desarrollo y el socialismo– Chile y Cuba,
Allende y el Che, son referentes obligatorios en cualquier debate estratégico.
Sin embargo, en
cierto sentido, la experiencia chilena tiene más que enseñar a aquellas fuerzas
políticas que, desde 1998, han conquistado o participado en gobiernos
nacionales en países como, por ejemplo, Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay,
Paraguay, Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú, El Salvador, Honduras, y por
supuesto, el propio Chile.
Esta fue la
opinión que defendí en 2013, cuando participé en un debate promovido por el
Partido Comunista de España, sobre “la experiencia de la Unidad Popular, 40
años después del golpe”. Lo que sigue es una adaptación y actualización de
dicha contribución.
En primer lugar, rindo
homenaje a los que cayeron, tanto resistiendo el golpe como luchando contra la
dictadura. También vale la pena rendir homenaje a quienes ayudaron a construir
la victoria de la Unidad Popular y sus tres años de gobierno, que mejoraron la
vida de los trabajadores en Chile.
Además de
homenajear a los que lucharon, cabe preguntarse: ¿la experiencia histórica de
la Unidad Popular y el golpe de Estado nos puede ayudar a enfrentar los
desafíos actuales de la izquierda?
Nuestra respuesta
a esta pregunta es: sí.
Ya se ha dicho
que la izquierda necesita afrontar y superar tres déficits teóricos: el
análisis del capitalismo del siglo XXI, el balance del socialismo del siglo XX
y el debate sobre la estrategia.
Es precisamente
en este tercer tema que, en mi opinión, la experiencia chilena de 1970-1973 nos
puede ayudar mucho.
La construcción
del socialismo supone que la clase obrera tiene el poder de reorganizar la
sociedad. El tema del poder, en qué consiste, cómo construirlo, cómo
conquistarlo, es por tanto un tema clave en toda reflexión política.
Durante el siglo
XIX, los socialistas vieron el tema del poder a través del prisma que ofrecía
la revolución francesa: 1789, 1848, 1871 fueron los paradigmas clásicos en
torno a los cuales giraba la imaginación de anarquistas, sindicalistas
revolucionarios, socialistas, socialdemócratas, populistas, comunistas, etc.
Las revoluciones
rusas de 1905, febrero de 1917 y octubre de 1917 ofrecieron un nuevo paradigma,
en torno al cual giró durante décadas la reflexión política, táctica y
estratégica de los distintos sectores de la izquierda mundial.
Los paradigmas “francés”
y “ruso” tenían similitudes: el protagonismo de la plebe urbana, el papel
contradictorio de las masas campesinas, la insurrección seguida de guerra civil
y contra enemigos externos, el carácter “permanente” de la revolución, el
fantasma de la “Termidor”.
El aislamiento de
la Rusia soviética y la derrota de los intentos revolucionarios en Alemania,
Rumania e Italia, entre otros, dieron lugar -en las décadas de 1920 y 1930- a
una reflexión sobre la estrategia a adoptar, ya sea en los países capitalistas
desarrollados o en los países que no formaban parte del núcleo central
metropolitano.
Esta reflexión
tuvo lugar simultáneamente con otros debates, igualmente complejos, sobre la
construcción del socialismo en la URSS, sobre cuál debe ser la política internacional
de un Estado socialista, sobre la evolución del capitalismo y el imperialismo
posteriores a la Primera Guerra Mundial, sobre cómo posicionarse frente a la
cada vez más probable (segunda) guerra mundial.
Los escritos de
Antonio Gramsci datan de este período, aunque su influencia (en varias
versiones y lecturas contradictorias) se establecerá después de la Segunda
Guerra Mundial, en una situación mundial diferente a la que sirvió de base a
las reflexiones del comunista italiano.
En todo caso, hasta
el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se debatían cuestiones de poder,
predominaba en la izquierda el paradigma de la revolución rusa: el papel de
vanguardia de la dirección del partido, el protagonismo de los plebeyos
urbanos, la acumulación de fuerzas vía luchas sindicales, políticas e
ideológicas, dualidad de poder, insurrección en el marco de la guerra civil,
construcción del socialismo. Tal “modelo” estuvo presente incluso en quienes
defendieron los Frentes Populares, incluso en sus versiones más moderadas, de
alianzas estratégicas con sectores de la burguesía, en las políticas conocidas
como “etapistas”.
Un nuevo
paradigma se impondrá con el triunfo de la revolución china de 1949. En este
paradigma se sigue destacando el papel del Partido, pero es un
partido-ejército. El principal protagonismo pertenece a las masas campesinas.
Las ciudades, otrora escenario de la insurrección decisiva, ahora están
“rodeadas por el campo”. La anterior acumulación de fuerzas pasó a incluir
experiencias precoces de doble poder, con liberación de territorios, formación
de gobiernos y ejército popular. La insurrección urbana está al servicio de la
guerra popular prolongada.
A estos dos
paradigmas (“ruso” y “chino”) hay un tercero, que fue la guerra de liberación
nacional. Este tercer paradigma se materializará de dos formas principales. El
primero de ellos es antinazi, en países como Albania y Yugoslavia (donde a la
derrota de los nazis le sigue el establecimiento de gobiernos de orientación
socialista); Grecia (en este caso, las guerrillas comunistas son derrotadas por
la intervención británica); Italia y Francia (en estos dos casos, la política
de los partidos comunistas fue no transformar la guerra en revolución). La
segunda forma en que se materializa el paradigma de la guerra de liberación
nacional es la de la guerra anticolonial, como es el caso de Vietnam, Laos,
Camboya, Angola, Mozambique y Guinea Bissau. Cabe mencionar, aun, dos
situaciones contemporáneas: el Sáhara Occidental y Palestina. Vale la pena
recordar que el que, quizás, fue el primer caso de una revolución anticolonial
victoriosa, fue el de las llamadas 13 colonias contra el Imperio Británico.
Estos tres
paradigmas (“ruso”, “chino” y “liberación nacional”) influyeron en el debate
político y estratégico de la izquierda latinoamericana, desde la década de 1920
hasta la de 1950, en especial influyeron sobre aquella izquierda que toma en
cuenta el impacto de la revuelta de Túpac Amaru, la revolución haitiana y la
gran revolución mexicana, episodios que aterrorizaron a la élite continental.
Otra gran
influencia, obviamente, fue la victoriosa revolución cubana de 1959: una
revolución democrática antidictatorial, basada en la combinación de diferentes
formas de lucha y organización, con énfasis en la combinación de la guerra de
guerrillas en el campo y la insurrección urbana; revolución que, una vez
victoriosa, demostró ser cada vez más popular, democrática y antiimperialista;
y que acaba convirtiéndose en una revolución socialista.
La revolución
cubana, especialmente sus interpretaciones foquistas, influyó fuertemente en la
izquierda latinoamericana en las décadas de 1960 y 1970. Pero, con la excepción
parcial de la revolución nicaragüense, las estrategias inspiradas en el ejemplo
cubano no tuvieron éxito en ninguna parte de nuestro subcontinente.
Lo mismo, sin
embargo, debe decirse de las otras estrategias adoptadas por la izquierda
revolucionaria, hasta fines de los años 60. Por cierto, debemos reconocer que
si las revoluciones son fenómenos raros, las revoluciones exitosas son
fenómenos aún más raros y profundamente singulares: hay más constancia en las
razones de la derrota que en las razones de la victoria.
En este contexto
surge la experiencia del gobierno de la Unidad Popular chilena entre 1970 y
1973.
La historia de la
Unidad Popular, los antecedentes de la victoria electoral de 1970, las
vicisitudes del gobierno de Allende, el golpe de 1973, la dictadura que siguió
(con similitudes y diferencias con otras dictaduras contemporáneas), las
políticas neoliberales y los gobiernos de centroizquierda, son procesos cuyo
estudio es fundamental para quienes hoy forman o pretenden formar parte de los
gobiernos “progresistas y de izquierda” en América Latina.
En este estudio
es necesario responder, entre otras preguntas, en qué medida la experiencia de
la Unidad Popular constituye un paradigma positivo y útil para construir una
nueva estrategia para las izquierdas latinoamericanas.
Demasiado
reformista para los revolucionarios, demasiado revolucionaria para los reformistas,
la estrategia ensayada por la Unidad Popular permaneció en una especie de limbo
hasta 1998. Desde entonces, varios gobiernos de la región han comenzado a
intentar construir el socialismo, no desde las revoluciones, sino de las
victorias electorales.
Al mismo tiempo,
otros partidos socialistas tuvieron que lidiar -en sus esquemas estratégicos-
con gobiernos que buscaban implementar reformas más o menos profundas en el
capitalismo.
Por lo tanto, al
menos para algunos sectores de la izquierda regional, la experiencia posterior
a 1998 de gobiernos como el chavista exigía retomar el debate sobre la
orientación estratégica que pretendía materializarse en el gobierno de la
Unidad Popular, evidentemente en la búsqueda de construir un “camino chileno
con un final feliz”.
Esta revisión no
tiene sentido, por supuesto, para quienes la revolución (y, en algunos casos,
el socialismo) ya no forma parte del horizonte estratégico. Para gente así, no
es posible diferenciar la lucha por el gobierno y la lucha por el poder. Son
los que pensan que ganar unas elecciones es ganar poder; y que, por otro lado,
los golpes serían cosa del pasado, pues la clase dominante también habría hecho
“las paces con la democracia”.
Revisar tampoco tiene
sentido para cualquiera que creya que los gobiernos progresistas y de izquierda
son una aclimatación de la experiencia socialdemócrata europea o una variante de
la experiencia populista latinoamericana. En ambos casos, se trataría de
experiencias más o menos funcionales al esquema de dominación imperialista y
capitalista, gobiernos más o menos reformistas que pronto serían superados por
los acontecimientos, luego de lo cual la lucha de clases volvería a condiciones
que exigirían – de parte de la izquierda – la adopción de algunos de los paradigmas
revolucionarios clásicos.
Por lo tanto, sea
por izquierdismo o por moderación, para algunos sectores de la izquierda la
experiencia de la Unidad Popular Chilena no se veía con mucho que enseñarnos,
desde un punto de vista estratégico, excepto desde un punto de vista negativo.
Por cierto, es curioso notar estas y otras similitudes entre “melhoristas” e
izquierdistas.
En cuanto a
aquellos sectores que siguen teniendo el socialismo como objetivo estratégico,
y por tanto quieren que la clase obrera tenga el poder necesario para construir
el socialismo, el “caso” de la Unidad Popular entre 1970 y 1973 es
estratégicamente actual. Y la pregunta clave es: ¿cómo convertir la cuota de
poder obtenida en un proceso electoral, no solo en mejoras concretas para la vida
de las personas, no solo en reformas estructurales, sino en una cuota de poder
que permita el inicio de la transición socialista.?
En términos muy
generales, en primer lugar, es necesario construir un apoyo sólido entre las
clases trabajadoras, lo que incluye articular la mayoría de las organizaciones
políticas y sociales bajo un solo comando estratégico. La combinación de lucha
institucional y electoral, acción parlamentaria y de gobierno, lucha social y
construcción partidaria sólo es virtuosa cuando se articula políticamente.
Segundo, es
necesario ganar el apoyo de los sectores medios, dividir a las clases
dominantes y aislar al principal enemigo. Evitar que suceda lo contrario: la
clase dominante aislando a la izquierda, ganando el apoyo de los sectores
medios y dividiendo a las clases trabajadoras.
En tercer lugar,
es necesario combinar la disputa política con la disputa cultural. La
construcción del poder necesario para iniciar una transición socialista es
inseparable de la construcción de otra hegemonía ideológica, cultural.
Lo cual se
refiere, en cuarto lugar, a la necesidad de ganar apoyo en organismos
paraestatales, es decir, organismos aparentemente privados que realizan
funciones públicas, como es el caso de las iglesias, las escuelas, la industria
cultural y los medios de comunicación.
Quinto, es necesario
ganar una mayoría electoral que sea suficiente para tener una hegemonía de
izquierda en los órganos ejecutivos y legislativos fundamentales. Es
insuficiente tener la presidencia de la República, pero sin tener mayoría en el
Congreso, ni en los gobiernos y parlamentos subnacionales fundamentales.
En sexto lugar,
es necesario evitar el sabotaje y la subversión por parte de los órganos no
electivos del Estado, principalmente la alta burocracia, el poder judicial y
las fuerzas armadas. Se trata de democratizar el acceso, establecer el control
social, cambiar las doctrinas vigentes y, fundamentalmente, garantizar el
respeto a la legalidad que emana de la soberanía popular. Por eso es tan
decisiva la realización de los procesos constituyentes.
Séptimo, es
necesario construir una red de solidaridad y protección internacional, que
reduzca la injerencia externa que las metrópolis capitalistas centrales hacen
en los procesos nacionalsocialistas. De ahí la centralidad de la integración
regional latinoamericana y caribeña.
Octavo, es necesario
construir un programa de transformación que no sea artificial, es decir, que
parta de los problemas reales que enfrenta la sociedad y que construya
soluciones que respondan a las necesidades de las clases populares, respetando
los niveles de conciencia y la correlación de fuerzas. en cada momento, pero
siempre teniendo en cuenta que cada paso genera nuevas necesidades, nuevos
conflictos y nuevas reacciones, y corresponde a la dirección política del
proceso anticiparse.
En el caso
chileno, el programa de transformación siguió dos ejes fundamentales: el poder
popular y el área de la propiedad social. Lo que nos lleva a un noveno tema,
que es cómo convertir una economía dominada por el capitalismo privado en una
economía capitalista hegemonizada por el capitalismo de Estado, bajo el
liderazgo de un gobierno de izquierda.
Finalmente, hay
que conservar la iniciativa táctica. El año 1973, en Chile, la clase dominante
había decidido ir por el golpe. Y el gobierno de Allende perdió progresivamente
la iniciativa, pasando a una postura cada vez más defensiva, confundiendo la
defensa estratégica de la legalidad con la pasividad legalista frente a la
subversión derechista.
El legalismo corresponde
a la visión estática de la conciencia popular. La legalidad es siempre una
mediación entre el derecho (que expresa la correlación de fuerzas pasada) y la
legitimidad (que expresa la correlación de fuerzas presente). La burguesía lo
sabe muy bien y no deja de invocar un supuesto apoyo popular cuando le interesa
faltar al respeto a la ley.
La historia
podría haber sido diferente si, por ejemplo, contra Tancazo, el
presidente Allende hubiera aceptado las propuestas del general Prats para
remover a los comandantes golpistas. También por eso, es un error decir que el
golpe habría resultado inevitablemente victorioso.
El Partido de los
Trabajadores, entre 1985 y 1989, implementó una estrategia política que hacía
referencia explícita a la experiencia chilena de 1970-1973. Entre 1990 y 2002,
la experiencia de la Unidad Popular se mantuvo presente, pero perdió
influencia. Entre 2003 y 2016, los gobiernos del PT enfrentaron varias
situaciones que hubieran sido mejor resueltas si se hubieran tenido en cuenta
algunas lecciones de Chile. Y, en 2016, un golpe de Estado derrocó al gobierno
brasileño, entonces encabezado por Dilma Rousseff, del PT.
Luego vino un
gobierno golpista, bajo el cual se realizaron las elecciones presidenciales de
2018, en las que se impidió la participación del entonces expresidente Lula.
Lula vio desde la cárcel la victoria y la toma de posesión de un hombre de las
cavernas. Pero poco después, Lula fue liberado, recuperó el derecho a
participar en las elecciones y ganó, por dos millones de votos de diferencia,
las elecciones presidenciales de 2022.
El nuevo gobierno
de Lula (2023-2026) vive dilemas estratégicos similares a los de sus dos
primeros gobiernos (2003-2006, 2007-2010), pero en peores condiciones que en el
pasado. Algo similar ocurre con otros gobiernos encabezados por partidos
nacional-populares, de izquierda y progresistas en América Latina y el Caribe.
Guardando las debidas proporciones, el cambio de escenario y el cambio de
corazón de los protagonistas recuerda a veces lo que pasó cuando el Partido
Socialista volvió a la presidencia de Chile, con Ricardo Lagos (2000-2006): el
mundo era otro, Chile era otro, el Partido Socialista era otro, los problemas
eran más grandes y los medios para resolverlos eran más pequeños. Pero, sobre
todo, la estrategia predominante de la izquierda chilena fue otra. Y diferente
en un sentido muy profundo: para amplios sectores, el “horizonte” había dejado
de ser el socialismo y se había convertido, no en la socialdemocracia europea o
el desarrollismo latinoamericano de los años 50-70, sino en el social
liberalismo, es decir, el intento de hacer coexistir ciertos compromisos
democráticos y sociales con las políticas económicas neoliberales y el
sometimiento a la hegemonía estadounidense.
En ese momento,
quizás muchos no se dieron cuenta de esto. Así como, hoy, muchos sectores de la
izquierda latinoamericana y caribeña piensan sinceramente que no han cambiado
de bando, que sólo están haciendo concesiones por la correlación de fuerzas,
etc. Esta metamorfosis afecta, como ha demostrado el gobierno Boric, incluso a
sectores que no hace mucho se veían como alternativas adecuadas a la “vieja
izquierda".
Todo esto ocurre,
paradójicamente pero no de manera sorprendente, en un entorno donde el
escenario mundial es de crisis y guerras, que en otros tiempos desembocaron en
rupturas y revoluciones. Y después de 40 años de neoliberalismo, que provocó
profundos cambios en las clases trabajadoras, cambios que plantean nuevos
desafíos teóricos y prácticos a las fuerzas políticas y sociales que siguen
comprometidas con la derrota del capitalismo y el imperialismo.
Teniendo en
cuenta la situación en su conjunto, cabe concluir que, así como nuestra poesía
debe dibujarse en el futuro, nuestra estrategia también está por construirse.
Pero parte de esta construcción es estudiar los cimientos, incluido el “camino
chileno al socialismo”.
Valter Pomar
es director de la Fundación Perseu Abramo, miembro del Directorio Nacional del
PT y profesor de relaciones internacionales en la Universidad Federal del ABC.
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