quarta-feira, 6 de setembro de 2023

El camino chileno al socialismo, 50 años después


 

Acaba de sair um de muitos livros rememorando e debatendo os 50 anos do golpe de Estado no Chile, contra o governo de Salvador Allende.

No texto abaixo, há um texto de minha autoria, que reproduzo a seguir.

El camino chileno al socialismo, 50 años después

Valter Pomar*

El 11 de septiembre de 1973, el gobierno chileno fue derrocado por un golpe de Estado. El presidente chileno Salvador Allende, elegido en 1970, murió el día del golpe. Luego comenzó una dictadura militar que sólo retrocedería a partir de 1988 (victoria del “no” en un plebiscito) y 1989 (elección de Patrício Aylwin).

Pero el repliegue fue parcial: por ejemplo, hasta el día de hoy los chilenos viven bajo una Constitución heredera de la aprobada en 1989. Por cierto, los herederos del general Pinochet -el rostro más identificado con el golpe de 1973 y la dictadura militar que le siguió- siguen siendo muy fuerte electoralmente, como se vio tanto en la reciente elección presidencial (19/12/2022) como en la elección de quienes aprobarán la “nueva” Constitución (5/7/2023).

El 11 de septiembre de 2023, por tanto, habrá quienes celebren y quienes denuncien el golpe de Estado que ya cumple cincuenta años. Y esta confrontación se extenderá también al debate de ideas, enriqueciendo cuantitativamente, no necesariamente cualitativamente, la ya muy extensa bibliografía sobre Chile, sobre el gobierno de la Unidad Popular, sobre la dictadura, sobre la Concertación, su crisis y los últimos acontecimientos.

Para la izquierda latinoamericana –es decir, para aquellas fuerzas políticas y sociales que defienden la integración regional, la soberanía nacional, el bienestar social, las libertades democráticas, el desarrollo y el socialismo– Chile y Cuba, Allende y el Che, son referentes obligatorios en cualquier debate estratégico.

Sin embargo, en cierto sentido, la experiencia chilena tiene más que enseñar a aquellas fuerzas políticas que, desde 1998, han conquistado o participado en gobiernos nacionales en países como, por ejemplo, Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú, El Salvador, Honduras, y por supuesto, el propio Chile.

Esta fue la opinión que defendí en 2013, cuando participé en un debate promovido por el Partido Comunista de España, sobre “la experiencia de la Unidad Popular, 40 años después del golpe”. Lo que sigue es una adaptación y actualización de dicha contribución.

En primer lugar, rindo homenaje a los que cayeron, tanto resistiendo el golpe como luchando contra la dictadura. También vale la pena rendir homenaje a quienes ayudaron a construir la victoria de la Unidad Popular y sus tres años de gobierno, que mejoraron la vida de los trabajadores en Chile.

Además de homenajear a los que lucharon, cabe preguntarse: ¿la experiencia histórica de la Unidad Popular y el golpe de Estado nos puede ayudar a enfrentar los desafíos actuales de la izquierda?

Nuestra respuesta a esta pregunta es: sí.

Ya se ha dicho que la izquierda necesita afrontar y superar tres déficits teóricos: el análisis del capitalismo del siglo XXI, el balance del socialismo del siglo XX y el debate sobre la estrategia.

Es precisamente en este tercer tema que, en mi opinión, la experiencia chilena de 1970-1973 nos puede ayudar mucho.

La construcción del socialismo supone que la clase obrera tiene el poder de reorganizar la sociedad. El tema del poder, en qué consiste, cómo construirlo, cómo conquistarlo, es por tanto un tema clave en toda reflexión política.

Durante el siglo XIX, los socialistas vieron el tema del poder a través del prisma que ofrecía la revolución francesa: 1789, 1848, 1871 fueron los paradigmas clásicos en torno a los cuales giraba la imaginación de anarquistas, sindicalistas revolucionarios, socialistas, socialdemócratas, populistas, comunistas, etc.

Las revoluciones rusas de 1905, febrero de 1917 y octubre de 1917 ofrecieron un nuevo paradigma, en torno al cual giró durante décadas la reflexión política, táctica y estratégica de los distintos sectores de la izquierda mundial.

Los paradigmas “francés” y “ruso” tenían similitudes: el protagonismo de la plebe urbana, el papel contradictorio de las masas campesinas, la insurrección seguida de guerra civil y contra enemigos externos, el carácter “permanente” de la revolución, el fantasma de la “Termidor”.

El aislamiento de la Rusia soviética y la derrota de los intentos revolucionarios en Alemania, Rumania e Italia, entre otros, dieron lugar -en las décadas de 1920 y 1930- a una reflexión sobre la estrategia a adoptar, ya sea en los países capitalistas desarrollados o en los países que no formaban parte del núcleo central metropolitano.

Esta reflexión tuvo lugar simultáneamente con otros debates, igualmente complejos, sobre la construcción del socialismo en la URSS, sobre cuál debe ser la política internacional de un Estado socialista, sobre la evolución del capitalismo y el imperialismo posteriores a la Primera Guerra Mundial, sobre cómo posicionarse frente a la cada vez más probable (segunda) guerra mundial.

Los escritos de Antonio Gramsci datan de este período, aunque su influencia (en varias versiones y lecturas contradictorias) se establecerá después de la Segunda Guerra Mundial, en una situación mundial diferente a la que sirvió de base a las reflexiones del comunista italiano.

En todo caso, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se debatían cuestiones de poder, predominaba en la izquierda el paradigma de la revolución rusa: el papel de vanguardia de la dirección del partido, el protagonismo de los plebeyos urbanos, la acumulación de fuerzas vía luchas sindicales, políticas e ideológicas, dualidad de poder, insurrección en el marco de la guerra civil, construcción del socialismo. Tal “modelo” estuvo presente incluso en quienes defendieron los Frentes Populares, incluso en sus versiones más moderadas, de alianzas estratégicas con sectores de la burguesía, en las políticas conocidas como “etapistas”.

Un nuevo paradigma se impondrá con el triunfo de la revolución china de 1949. En este paradigma se sigue destacando el papel del Partido, pero es un partido-ejército. El principal protagonismo pertenece a las masas campesinas. Las ciudades, otrora escenario de la insurrección decisiva, ahora están “rodeadas por el campo”. La anterior acumulación de fuerzas pasó a incluir experiencias precoces de doble poder, con liberación de territorios, formación de gobiernos y ejército popular. La insurrección urbana está al servicio de la guerra popular prolongada.

A estos dos paradigmas (“ruso” y “chino”) hay un tercero, que fue la guerra de liberación nacional. Este tercer paradigma se materializará de dos formas principales. El primero de ellos es antinazi, en países como Albania y Yugoslavia (donde a la derrota de los nazis le sigue el establecimiento de gobiernos de orientación socialista); Grecia (en este caso, las guerrillas comunistas son derrotadas por la intervención británica); Italia y Francia (en estos dos casos, la política de los partidos comunistas fue no transformar la guerra en revolución). La segunda forma en que se materializa el paradigma de la guerra de liberación nacional es la de la guerra anticolonial, como es el caso de Vietnam, Laos, Camboya, Angola, Mozambique y Guinea Bissau. Cabe mencionar, aun, dos situaciones contemporáneas: el Sáhara Occidental y Palestina. Vale la pena recordar que el que, quizás, fue el primer caso de una revolución anticolonial victoriosa, fue el de las llamadas 13 colonias contra el Imperio Británico.

Estos tres paradigmas (“ruso”, “chino” y “liberación nacional”) influyeron en el debate político y estratégico de la izquierda latinoamericana, desde la década de 1920 hasta la de 1950, en especial influyeron sobre aquella izquierda que toma en cuenta el impacto de la revuelta de Túpac Amaru, la revolución haitiana y la gran revolución mexicana, episodios que aterrorizaron a la élite continental.

Otra gran influencia, obviamente, fue la victoriosa revolución cubana de 1959: una revolución democrática antidictatorial, basada en la combinación de diferentes formas de lucha y organización, con énfasis en la combinación de la guerra de guerrillas en el campo y la insurrección urbana; revolución que, una vez victoriosa, demostró ser cada vez más popular, democrática y antiimperialista; y que acaba convirtiéndose en una revolución socialista.

La revolución cubana, especialmente sus interpretaciones foquistas, influyó fuertemente en la izquierda latinoamericana en las décadas de 1960 y 1970. Pero, con la excepción parcial de la revolución nicaragüense, las estrategias inspiradas en el ejemplo cubano no tuvieron éxito en ninguna parte de nuestro subcontinente.

Lo mismo, sin embargo, debe decirse de las otras estrategias adoptadas por la izquierda revolucionaria, hasta fines de los años 60. Por cierto, debemos reconocer que si las revoluciones son fenómenos raros, las revoluciones exitosas son fenómenos aún más raros y profundamente singulares: hay más constancia en las razones de la derrota que en las razones de la victoria.

En este contexto surge la experiencia del gobierno de la Unidad Popular chilena entre 1970 y 1973.

La historia de la Unidad Popular, los antecedentes de la victoria electoral de 1970, las vicisitudes del gobierno de Allende, el golpe de 1973, la dictadura que siguió (con similitudes y diferencias con otras dictaduras contemporáneas), las políticas neoliberales y los gobiernos de centroizquierda, son procesos cuyo estudio es fundamental para quienes hoy forman o pretenden formar parte de los gobiernos “progresistas y de izquierda” en América Latina.

En este estudio es necesario responder, entre otras preguntas, en qué medida la experiencia de la Unidad Popular constituye un paradigma positivo y útil para construir una nueva estrategia para las izquierdas latinoamericanas.

Demasiado reformista para los revolucionarios, demasiado revolucionaria para los reformistas, la estrategia ensayada por la Unidad Popular permaneció en una especie de limbo hasta 1998. Desde entonces, varios gobiernos de la región han comenzado a intentar construir el socialismo, no desde las revoluciones, sino de las victorias electorales.

Al mismo tiempo, otros partidos socialistas tuvieron que lidiar -en sus esquemas estratégicos- con gobiernos que buscaban implementar reformas más o menos profundas en el capitalismo.

Por lo tanto, al menos para algunos sectores de la izquierda regional, la experiencia posterior a 1998 de gobiernos como el chavista exigía retomar el debate sobre la orientación estratégica que pretendía materializarse en el gobierno de la Unidad Popular, evidentemente en la búsqueda de construir un “camino chileno con un final feliz”.

Esta revisión no tiene sentido, por supuesto, para quienes la revolución (y, en algunos casos, el socialismo) ya no forma parte del horizonte estratégico. Para gente así, no es posible diferenciar la lucha por el gobierno y la lucha por el poder. Son los que pensan que ganar unas elecciones es ganar poder; y que, por otro lado, los golpes serían cosa del pasado, pues la clase dominante también habría hecho “las paces con la democracia”.

Revisar tampoco tiene sentido para cualquiera que creya que los gobiernos progresistas y de izquierda son una aclimatación de la experiencia socialdemócrata europea o una variante de la experiencia populista latinoamericana. En ambos casos, se trataría de experiencias más o menos funcionales al esquema de dominación imperialista y capitalista, gobiernos más o menos reformistas que pronto serían superados por los acontecimientos, luego de lo cual la lucha de clases volvería a condiciones que exigirían – de parte de la izquierda – la adopción de algunos de los paradigmas revolucionarios clásicos.

Por lo tanto, sea por izquierdismo o por moderación, para algunos sectores de la izquierda la experiencia de la Unidad Popular Chilena no se veía con mucho que enseñarnos, desde un punto de vista estratégico, excepto desde un punto de vista negativo. Por cierto, es curioso notar estas y otras similitudes entre “melhoristas” e izquierdistas.

En cuanto a aquellos sectores que siguen teniendo el socialismo como objetivo estratégico, y por tanto quieren que la clase obrera tenga el poder necesario para construir el socialismo, el “caso” de la Unidad Popular entre 1970 y 1973 es estratégicamente actual. Y la pregunta clave es: ¿cómo convertir la cuota de poder obtenida en un proceso electoral, no solo en mejoras concretas para la vida de las personas, no solo en reformas estructurales, sino en una cuota de poder que permita el inicio de la transición socialista.?

En términos muy generales, en primer lugar, es necesario construir un apoyo sólido entre las clases trabajadoras, lo que incluye articular la mayoría de las organizaciones políticas y sociales bajo un solo comando estratégico. La combinación de lucha institucional y electoral, acción parlamentaria y de gobierno, lucha social y construcción partidaria sólo es virtuosa cuando se articula políticamente.

Segundo, es necesario ganar el apoyo de los sectores medios, dividir a las clases dominantes y aislar al principal enemigo. Evitar que suceda lo contrario: la clase dominante aislando a la izquierda, ganando el apoyo de los sectores medios y dividiendo a las clases trabajadoras.

En tercer lugar, es necesario combinar la disputa política con la disputa cultural. La construcción del poder necesario para iniciar una transición socialista es inseparable de la construcción de otra hegemonía ideológica, cultural.

Lo cual se refiere, en cuarto lugar, a la necesidad de ganar apoyo en organismos paraestatales, es decir, organismos aparentemente privados que realizan funciones públicas, como es el caso de las iglesias, las escuelas, la industria cultural y los medios de comunicación.

Quinto, es necesario ganar una mayoría electoral que sea suficiente para tener una hegemonía de izquierda en los órganos ejecutivos y legislativos fundamentales. Es insuficiente tener la presidencia de la República, pero sin tener mayoría en el Congreso, ni en los gobiernos y parlamentos subnacionales fundamentales.

En sexto lugar, es necesario evitar el sabotaje y la subversión por parte de los órganos no electivos del Estado, principalmente la alta burocracia, el poder judicial y las fuerzas armadas. Se trata de democratizar el acceso, establecer el control social, cambiar las doctrinas vigentes y, fundamentalmente, garantizar el respeto a la legalidad que emana de la soberanía popular. Por eso es tan decisiva la realización de los procesos constituyentes.

Séptimo, es necesario construir una red de solidaridad y protección internacional, que reduzca la injerencia externa que las metrópolis capitalistas centrales hacen en los procesos nacionalsocialistas. De ahí la centralidad de la integración regional latinoamericana y caribeña.

Octavo, es necesario construir un programa de transformación que no sea artificial, es decir, que parta de los problemas reales que enfrenta la sociedad y que construya soluciones que respondan a las necesidades de las clases populares, respetando los niveles de conciencia y la correlación de fuerzas. en cada momento, pero siempre teniendo en cuenta que cada paso genera nuevas necesidades, nuevos conflictos y nuevas reacciones, y corresponde a la dirección política del proceso anticiparse.

En el caso chileno, el programa de transformación siguió dos ejes fundamentales: el poder popular y el área de la propiedad social. Lo que nos lleva a un noveno tema, que es cómo convertir una economía dominada por el capitalismo privado en una economía capitalista hegemonizada por el capitalismo de Estado, bajo el liderazgo de un gobierno de izquierda.

Finalmente, hay que conservar la iniciativa táctica. El año 1973, en Chile, la clase dominante había decidido ir por el golpe. Y el gobierno de Allende perdió progresivamente la iniciativa, pasando a una postura cada vez más defensiva, confundiendo la defensa estratégica de la legalidad con la pasividad legalista frente a la subversión derechista.

El legalismo corresponde a la visión estática de la conciencia popular. La legalidad es siempre una mediación entre el derecho (que expresa la correlación de fuerzas pasada) y la legitimidad (que expresa la correlación de fuerzas presente). La burguesía lo sabe muy bien y no deja de invocar un supuesto apoyo popular cuando le interesa faltar al respeto a la ley.

La historia podría haber sido diferente si, por ejemplo, contra Tancazo, el presidente Allende hubiera aceptado las propuestas del general Prats para remover a los comandantes golpistas. También por eso, es un error decir que el golpe habría resultado inevitablemente victorioso.

El Partido de los Trabajadores, entre 1985 y 1989, implementó una estrategia política que hacía referencia explícita a la experiencia chilena de 1970-1973. Entre 1990 y 2002, la experiencia de la Unidad Popular se mantuvo presente, pero perdió influencia. Entre 2003 y 2016, los gobiernos del PT enfrentaron varias situaciones que hubieran sido mejor resueltas si se hubieran tenido en cuenta algunas lecciones de Chile. Y, en 2016, un golpe de Estado derrocó al gobierno brasileño, entonces encabezado por Dilma Rousseff, del PT.

Luego vino un gobierno golpista, bajo el cual se realizaron las elecciones presidenciales de 2018, en las que se impidió la participación del entonces expresidente Lula. Lula vio desde la cárcel la victoria y la toma de posesión de un hombre de las cavernas. Pero poco después, Lula fue liberado, recuperó el derecho a participar en las elecciones y ganó, por dos millones de votos de diferencia, las elecciones presidenciales de 2022.

El nuevo gobierno de Lula (2023-2026) vive dilemas estratégicos similares a los de sus dos primeros gobiernos (2003-2006, 2007-2010), pero en peores condiciones que en el pasado. Algo similar ocurre con otros gobiernos encabezados por partidos nacional-populares, de izquierda y progresistas en América Latina y el Caribe. Guardando las debidas proporciones, el cambio de escenario y el cambio de corazón de los protagonistas recuerda a veces lo que pasó cuando el Partido Socialista volvió a la presidencia de Chile, con Ricardo Lagos (2000-2006): el mundo era otro, Chile era otro, el Partido Socialista era otro, los problemas eran más grandes y los medios para resolverlos eran más pequeños. Pero, sobre todo, la estrategia predominante de la izquierda chilena fue otra. Y diferente en un sentido muy profundo: para amplios sectores, el “horizonte” había dejado de ser el socialismo y se había convertido, no en la socialdemocracia europea o el desarrollismo latinoamericano de los años 50-70, sino en el social liberalismo, es decir, el intento de hacer coexistir ciertos compromisos democráticos y sociales con las políticas económicas neoliberales y el sometimiento a la hegemonía estadounidense.

En ese momento, quizás muchos no se dieron cuenta de esto. Así como, hoy, muchos sectores de la izquierda latinoamericana y caribeña piensan sinceramente que no han cambiado de bando, que sólo están haciendo concesiones por la correlación de fuerzas, etc. Esta metamorfosis afecta, como ha demostrado el gobierno Boric, incluso a sectores que no hace mucho se veían como alternativas adecuadas a la “vieja izquierda".

Todo esto ocurre, paradójicamente pero no de manera sorprendente, en un entorno donde el escenario mundial es de crisis y guerras, que en otros tiempos desembocaron en rupturas y revoluciones. Y después de 40 años de neoliberalismo, que provocó profundos cambios en las clases trabajadoras, cambios que plantean nuevos desafíos teóricos y prácticos a las fuerzas políticas y sociales que siguen comprometidas con la derrota del capitalismo y el imperialismo.

Teniendo en cuenta la situación en su conjunto, cabe concluir que, así como nuestra poesía debe dibujarse en el futuro, nuestra estrategia también está por construirse. Pero parte de esta construcción es estudiar los cimientos, incluido el “camino chileno al socialismo”.

Valter Pomar es director de la Fundación Perseu Abramo, miembro del Directorio Nacional del PT y profesor de relaciones internacionales en la Universidad Federal del ABC.


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